martes, 22 de agosto de 2017

"Gamiani, dos noches de pasión", de ALFRED LOUIS CARLES DE MUSSET (FRANCIA, 1810-1857).

Fragmento perteneciente al libro "Gamiani, dos noches de pasión", de fecha 1833  d.n.e.



Caí aletargado. Cuando me repuse, tenía ante mí a tres jóvenes hermosas que mal velaban sus maravillosas carnes con sendas túnicas blancas.

Las tres estaban sentadas cerca de mi lecho. Pensé que seguía soñando; pero luego me advirtieron de que aquellas tres jóvenes estaban allí por disposición del médico, que, comprendiendo mi mal, quería probar el único remedio que podía curarme.

Tomé la mano de una de las jóvenes y se la besé con ansia. Era una mano carnosa y blanca.

A mis caricias correspondió la muchacha besándome en la boca con sus labios rojos y frescos.

El delicioso contacto me hizo estremecer de gozo.

En un rapto de demencia grité, dirigiéndome a las jóvenes:

—¡Hermosas mías, quiero gozar en vuestros brazos, gozar hasta el delirio, gozar hasta morir! ¡No me neguéis ninguno de los placeres que podéis darme!

Arrojé al suelo las ropas de la cama y me tendí a lo largo, colocando diestramente una almohada debajo de los riñones. Mi virilidad se mostraba desafiante y soberbia.

—¡Ven tú, graciosa morena, la del pecho recio y blanco! Siéntate a los pies de la cama y junta bien tus piernas con las mías. ¡Así! Acaricia suavemente mis pies con los delicados botones de tus senos. ¡Oh, qué gusto!

—¡Ven, ven —seguía diciendo, con palabras enérgicas y entrecortadas—; ven a mí para que yo coma tus ojos y tu boca! ¡Así te quiero! ¡Ponme aquí el dedo…! ¡Aquí! ¡Despacio!… ¡Más despacio! ¡Más!…

Al mismo tiempo se agitaban las tres mujeres, excitándome al placer.

Yo seguía frenético la dulce lucha, los lascivos movimientos y las forzadas posturas. De todas las bocas salían gritos, suspiros y frases entrecortadas; por mis venas corría un río de fuego; todo mi cuerpo se estremecía.

Mis manos se deleitaban oprimiendo dos recias manzanas de ardiente carne, o pasaban, crispadas y frenéticas, a buscar encantos más encendidos.

Luego mi boca reemplazó a mis manos; ávido de goce, lamía y mordía, y las palabras de súplica para que cesara en el juego deleitoso enardecían mi afán en lugar de contenerlo.

No tardó en llegar el agotamiento. Quedé como muerto y mi cabeza cayó pesadamente.

—¡Basta! ¡Basta! —supliqué, sin fuerzas.

Las tres jóvenes cayeron sobre mí pesadamente, sin sentido y jadeantes.


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